domingo, 21 de septiembre de 2025

... La literatura difunta

 



A caballo entre generaciones, José Bergamín tuvo una estrecha relación con Antonio Machado y Miguel de Unamuno, del que algunos consideran heredero. Gran ensayista, frecuentó las revistas culturales y el artículo literario, a veces dramatizado, como este sobre la Generación del 98. Sección coordinada por Juan Carlos Laviana.
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«Opera enim illorum sequuntur illos»
«Sus obras los siguen»
(Ap. XIV)




Dijo: NOVENTA Y OCHO, y al decirlo su voz doblaba a muerto, lánguidamente, como una campana.

Me había recibido en la biblioteca, muy enlutado y estirado, con una sonrisa fría de hombre que quiere sobreponerse al desagrado de su pésame; que trata inútilmente de disimularlo para desembarazar al amigo solícito del enojoso motivo de su visita. Pero yo insistí, con la torpeza de siempre, en esos casos, en hablarle del duelo.

—Sí —me respondió él resignado—; los libros se mueren también, ¡son tan humanos! Yo vivía tranquilamente, aquí, en esta biblioteca; entre ellos, seguro de su permanencia, hasta que un día, la criada al limpiar el polvo, rompió un cristal… ese… —y me señalaba un hueco vacío del estante—; de ahí salió el primer cadáver, apestoso, rígido, agarrotado, inflexible… ¡No quiero recordarlo!…

—A veces —le dije para consolarle— los libros se mueren antes que los hombres que los han escrito.

—¡Siempre! ¡Siempre! —me contestó, exaltándose…

Yo le interrumpí:

—¡Eso, no! Se dan también casos de supervivencia.

Pero él me miró, desdeñosamente añadiendo:

—Los libros que se mueren, se mueren, siempre antes, mucho antes que sus autores. Y es lo más terrible. El otro día, al volver del cementerio, me encontré en la calle el novelista ese, sucio y barbudo, de quien acababa de dejar caer todos los libros en la fosa. ¡Qué espanto el mío! A él no podría salvarle nunca, ante mis ojos, ni la cal, ni el verle comido de gusanos. ¡Asqueroso espectáculo el mirar arrastrarse, ahora, a esas larvas fantasmas sin sus libros muertos, que he enterrado ya todos!

—Pero si queda el hombre —insistí— no habría que perder la esperanza.

Volvió a mirarme entonces, con más lástima que con desdén, diciéndome:

—No sabe, no sabe. Eso es, precisamente, lo imposible. Porque ellos son los que se creen vivir en sus libros muertos. Viven realmente así, en sus muertos; nutriéndose de su propia descomposición putrefacta; alimentándose de cadaverina. ¡Si viera la peste que hubo aquí, el último día, al sacar de esos estantes tantos cadáveres! Todavía me parece sentirlo.

Abrió de par en la ventana, y continuó:

—Usted no lo nota, ¿verdad? ¡Ay! ¡A mí me ha destrozado la vida!

Comprendí. Al mirarlo, ahora, comprobaba el avance rapidísimo del tiempo en su cara; se había endurecido y avejentado de pronto. Continuó:

—Yo estaba seguro, contento siempre. Cuando entraba aquí, en esta biblioteca, ¡me sentía acompañado! No necesitaba que me hablasen; me bastaba con su presencia. ¡Vidas queridas! Entre sus dobleces guardaban lo mejor de mis pensamientos, el olor a la manzana de las primeras emociones…

Fue una torpeza mía querer descubrir en aquellos restos, que volvían de un viaje lejano y absurdo, otro significado que el de lo muerto. Cuando abrí las primeras páginas de su libro, me pareció que abría la urna de un cadáver. Y lo cerré, instintivamente, con horror, creyendo estar yo también difunto.

Hizo una pausa. Mirábamos los dos por la ventana abierta, las luces de la tarde.

—¿Y entonces? —le pregunté intrigado.

—Entonces, después, enseguida, llamé a la Funeraria. Y ya ve usted lo que ha pasado —me dijo señalándome los estantes vacíos.

Me levanté. Estreché su mano, silenciosamente Salí. Respiré hondo, fuerte, el aire agudamente frío de la calle. Al pasar por delante del escaparate de la librería, volví la cabeza hacia otro lado.

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Artículo publicado en La Gaceta Literaria el 1 de febrero de 19277
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